Sencillo.

Era tan sencillo como mirarla a los ojos, esos tan grandes y vivos que lucía las noches de verano, para saber que iba ebria. No de alcohol, sino de vida. Estaba en ese punto en el que la música no suena demasiado fuerte y las fuerzas no tienen previsto fallar. Siempre miraba el mundo con esos ojos marrones gigantes que decían más que cualquier verso escrito por ningún romántico drogado. Las palabras no funcionaban con ella, no porque fuera inculta o no supiera apreciarlas sino porque había aprendido el valor del silencio y la fuerza de las caricias. Hablaba idiomas extraños, a veces en lenguas extranjeras, otras, sin abrir la boca, pero siempre con la magia de un eclipse lunar.

Sus labios eran gruesos y rojos, ardían. Sus curvas, hechas por Botticelli en un alarde de genialidad, enloquecían a quien osaba adorarlas. Era tan sencillo como besarla para entender a los adictos que llenan los centros de rehabilitación. Ella era una de esas chicas que miran el cielo con curiosidad, de las que fotografían las nubes para tener algo que admirar cuando el cielo esté limpio, cuando reine la calma. Ella era el mar y yo el navegante incauto; ella la luna y yo el lobo aullando.

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